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Foto del escritorJavier Andres Lozada Barbery

Llamado, en contra de la pasividad

Actualizado: 25 nov 2024

Lunes, 4 de Noviembre, 2024.

Los grandes estoicos, como Marco Aurelio o Séneca, entendían que la fuerza y el control no excluyen la intensidad. Muchos piensan que el estoicismo es simplemente aceptar pasivamente las dificultades, pero el verdadero estoicismo se trata más de dominarse a uno mismo para responder al mundo con sabiduría y decisión, no con resignación - y me gustaría proponer intensidad.



El estoicismo puede predicar paz y resistencia, pero es una filosofía que se queda corta frente a la verdadera grandeza. Está cómodo con el equilibrio, satisfecho con la moderación e ignora las corrientes profundas e indomables que laten en la naturaleza humana. La aceptación tranquila de la vida que promueve el estoicismo carece del fuego y la fuerza que realmente mueven el mundo hacia adelante. No es lo suficientemente feroz ni audaz como para captar la auténtica belleza y el poder que emergen de la lucha. Muchas aplicaciones modernas no tienen lugar para la ambición implacable que nos impulsa a las alturas que nacimos para alcanzar.



El estoicismo moderno que anda creciendo por debajo de las cámaras quiere hacerte creer que la tranquilidad es la mayor virtud, que la sabiduría reside en reprimir los deseos y fuerzas que nos hacen realmente estar vivos. Pero miremos a la naturaleza: ¿acaso el árbol más alto toca el cielo porque se conformó, porque se quedó pequeño y oculto en la sombra del bosque? No. Luchó, se abrió paso, desgarró cada obstáculo y reclamó la luz y el espacio como su derecho. La historia tanto de la naturaleza como de la humanidad es una de conflicto, de lucha y de conquista. El estoicismo ignora esta verdad primordial: la esencia misma de la belleza. La prueba de fuego es la que moldea la grandeza y el choque constante con la adversidad es lo que revela nuestra fortaleza. Hay belleza en el riesgo, en las cicatrices ganadas en batalla, en la feroz determinación de elevarse por encima.



La verdadera belleza, el verdadero dominio, no vienen de la serenidad, sino de la violencia de la superación personal, de forjar la voluntad en el fuego de la lucha. El dolor no es algo que simplemente se acepta o se desestima; es el horno que nos templa, que refina nuestras ambiciones y revela nuestro verdadero ser. La humanidad no se convirtió en humanidad solo por resistir; tomamos, rompimos límites, probamos cada límite. Somos el resultado del triunfo sobre la adversidad, de saltos audaces hacia lo desconocido. Aquellos que cambiaron la historia, los que no solo sobrevivieron, sino que dejaron una huella, nunca se conformaron con la resistencia pasiva. Abrazaron el conflicto, lo dominaron y forzaron al mundo a responder a su visión.



Hoy, más que nunca, necesitamos este fuego. Necesitamos individuos que vayan más allá de la tibia paz del estoicismo, que se nieguen a hacer las paces con la mediocridad. Necesitamos personas que se sumerjan en el caos, que lo dominen y lo usen para impulsarse a sí mismos y a la humanidad hacia adelante. La fortaleza no es solo la capacidad de soportar; es el impulso implacable de forjar algo extraordinario a partir del caos. El estoicismo, en su gentileza, roza la debilidad. Se aparta de la verdadera responsabilidad, la responsabilidad de reclamar nuestro lugar, de expandirnos y de prosperar de formas que demandan todo de nosotros.


La humanidad fue construida sobre la fuerza, la velocidad y la voluntad de superar límites. Los débiles cayeron, mientras los poderosos moldearon la realidad a su favor. Este impulso hacia la intensidad y la evolución es lo que nos define. Abrazar la simple aceptación es traicionar nuestro legado. Los que más se esforzaron, los que se atrevieron a arriesgarlo todo, son los que impulsaron la civilización hacia adelante. La fuerza y la ambición no son solo virtudes personales; son un llamado a moldear el mundo. Es hora de reconocer que el camino hacia la grandeza no se encuentra en la paciencia, sino en el atrevimiento, no en la aceptación, sino en la búsqueda implacable de más.



Nuestra época demanda un nuevo tipo de intensidad. El mundo necesita personas dispuestas a sacrificar la comodidad, que entiendan que los límites que vemos están hechos para ser rotos. Lo que necesitamos son guerreros con mentes tan afiladas como sus voluntades; líderes que mezclen el poder de la ciencia, la filosofía y la disciplina con la implacabilidad del combate. Este nuevo tipo de pensamiento debe cortar las distracciones, arrancar de raíz las adicciones y desplazar el entretenimiento lejos de la evasión mental hacia la exploración de la guerra, la estrategia, la fuerza y la ambición. El entretenimiento debería celebrar la resiliencia, la disciplina y el dominio, no la mera indulgencia.



Para elevarnos por encima de la mediocridad, para plantarnos frente al caos y moldearlo a nuestra voluntad, es necesario abrazar una filosofía mucho más allá de la quietud del estoicismo. Esta filosofía reconoce que la fuerza de la humanidad reside en el equilibrio dinámico entre el control y el riesgo, la calma y el fuego, el dominio y la ambición. El estoicismo habla de soportar la tormenta; yo hablo de dominarla, de cabalgarla para alcanzar alturas que nunca podríamos alcanzar estando quietos. Somos la cúspide de la evolución, la encarnación misma de la inteligencia y la voluntad. Es hora de tomarnos en serio lo suficiente como para honrar ese potencial con ferocidad, no con debilidad.



El mundo no necesita más tranquilidad. Necesita audacia, resiliencia y ambición. Necesita personas dispuestas a lanzarse a las profundidades del malestar, a abrazar el dolor y a manejarlo como un arma para crecer. Debemos exigir más de nosotros mismos, despojarnos de cualquier comodidad que limite nuestro alcance y enfrentar la verdad de que la verdadera grandeza no es pacífica. La verdadera grandeza es guerra - la guerra y la paz son polos opuesto de lo mismo: acción. Solo así podremos estar a la altura del futuro, un mundo moldeado por el fuego de la ambición, la disciplina de los guerreros y la resolución inquebrantable de aquellos que se niegan a conformarse.


Lo que le falta al estoicismo que veo hoy en día es un poco más de vida, un poco más de intensidad. Ser un verdadero maestro del autocontrol no significa ser alguien que constantemente se reprime, que está ahí, pasivo, sin reacción, como si la calma absoluta fuera el único camino. Al contrario, el verdadero autocontrol radica en tener la capacidad de usar la violencia, de sentir el fuego en las entrañas y redirigirlo con precisión y propósito. No se trata de apagar el fuego, sino de aprender a encenderlo y controlarlo, de saber cuándo dejarlo arder con fuerza y cuándo contenerlo, pero sin dejar que desaparezca.



El autocontrol es la capacidad de extraer y canalizar una energía intensa, extrema, casi brutal, y saber apagarla o ponerla en pausa solo cuando sea necesario. Es el dominio de nuestras propias llamas internas, un poder que no se oculta ni se reduce a una pequeña chispa encerrada por “moderación.” Al contrario, es como tener una hoguera poderosa en nuestro interior que podemos alimentar y hacer crecer cuando sea necesario, pero siempre bajo nuestro control.



El verdadero equilibrio, el verdadero control, no es la ausencia de intensidad, sino la habilidad de vivir con ella y utilizarla. Se trata de saber cuándo y cómo liberar ese poder para alcanzar nuestras metas, de mantener ese fuego como nuestro aliado, no como una llama que se apaga en nombre de la serenidad.


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